Mais um que
se foi. Quando as circunstâncias me trouxeram a esta ilha africana para nela
viver em alternância com largas temporadas em Lisboa, não demorei muito a
conhecer, por intermédio de Pilar, alguns jornalistas que me impressionaram por
o serem de um modo bastante diferente daquele ou daqueles a que me havia
habituado no meu país. Foram eles Manuel Vincent, Raul del Pozo, Juan José Millás
e Javier Ortiz. Alta qualidade
literária, rara argúcia de espírito, sentido de humor em altíssimo grau, eis o
que os caracterizava e ainda caracteriza a todos, excepto Javier Ortiz, que
acaba de morrer. Dos quatro, Javier sempre foi o mais politicamente activo.
Homem de esquerda que nunca ocultou ou suavizou as suas ideias, cometeu o
prodígio de manter a mais firme das posturas ideológicas quando, sendo ainda
jornalista de El Mundo, foi o único
a contrariar, sem qualquer concessão oportunista, a deriva direitista de um
jornal que o seu director, Pedro J. Ramírez,
havia feito cair nos amorosos braços de José Maria Aznar.
Agora morreu, não terá mais resposta a pergunta que regularmente fazíamos: «Que
terá dito Javier Ortiz?».
As nossas
relações tiveram um momento particular afortunado quando lhe dei uma entrevista
que viria a ser publicada, também com textos de Noam Chomsky, James Petras, Edward W. Said, Alberto
Piris e Antoni Segura,
num livro por ele editado, Palestina
existe! (Editorial Foca). Recém-chegado eu de Israel, onde havia
deixado um rasto de escândalo político e tendo de partir para os Estados
Unidos, onde iria apresentar um livro e dar algumas conferências, a nossa
entrevista foi, toda ela, feita por e-mail, sobrevoando o Atlântico e o
continente norte-americano, de costa a costa. Conheci então melhor Javier
Ortiz, a sua inteligência, o brilho da sua dialéctica, e, o melhor de tudo, a
sua qualidade humana. Muitos não sabem que Javier escreveu o seu obituário, um
texto supremamente irónico e desmitificador, digno de ser publicado em todos os
jornais. É pena que não se faça. Seria o momento de lhe dedicarmos um último
sorriso, este que tenho na cara e que, de alguma maneira, está negando a sua morte.
OBITUARIO
Javier Ortiz, columnista [1]
Falleció ayer
de parada cardio-respiratoria el escritor y periodista Javier Ortiz. Es algo que
él mismo, autor de estas líneas, sabía muy bien que sucedería, y que por eso
pudo pronosticar, porque no hay nada más inevitable que morir de parada
cardio-respiratoria. Si sigues respirando y el corazón te late, no te dan por
muerto.
Así que en
ésas estamos (bueno, él ya no). Javier Ortiz fue el sexto hijo de una maestra
de Irún, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José
María Ortiz Crouselles. Sus abuelos fueron, respectivamente, un señor de
Granada con aspecto de policía – lo que tal vez se justifique considerando el
hecho de que era policía –, una señora muy agradable y culta con allure y
apellido del Rosellón, un honrado y discreto carabinero orensano con
habilidades de pendolista y una viuda de Haro casada en segundas nupcias con el
recién mencionado, Javier Estévez Cartelle, del que se derivó el nombre de pila
de nuestro recién difunto. Si algún interés tienen todos estos antecedentes,
cosa que dista de estar clara, es el de demostrar que, en contra de lo que
suele pretenderse, el cruce de razas no mejora el producto. (Obsérvese qué gran
variedad de procedencias se puso en juego para acabar fabricando a un vasco
calvo y bajito.)
La infancia
de Javier Ortiz transcurrió en San Sebastián, ciudad que le venía muy a mano,
porque nació allí. Se dedicó básicamente a mirar lo que había por sus
cercanías, en particular el pecho de las señoras – ahora que ya está muerto
podemos descubrir ese inocente secreto suyo –, y a estudiar cosas tan
peregrinas como las ciudades costeras del Perú, de las que no logró olvidarse
hasta su postrer respiro. Los jesuitas trataron de encauzarlo por el buen camino,
pero él descubrió muy pronto que era comunista. Eso malogró del todo su carrera
religiosa, ya de por sí poco prometedora, sobre todo desde que notó con desagrado
el interés que algunos sacerdotes ponían en sus partes pudendas.
Su primer
trabajo como escribidor, aparecido en una página del periódico del colegio,
fue, curiosamente, una necrológica, con lo que cabría decir que su carrera como
periodista ha resultado capicúa, singular circunstancia de la que muy pocos
podrían presumir, aún en el improbable caso de que lo pretendieran.
A los 15
años, hastiado de las injusticias humanas – algunas de las cuales seguían
teniendo como referencia obsesiva los pechos femininos –, decidió hacerse marxista-leninista.
Los años siguientes tuvo que emplearlos en averiguar qué era eso que acababa de
hacerse, a lo que contribuyeron decisivamente algunos esforzados miembros de la
Policía política franquista.
A partir de
lo cual, se dedicó con gran entusiasmo a cultivar el noble género del panfleto.
Sin parar. A diario. Año tras año. Fue cambiando de punto de residencia, no
siempre por voluntad propia – ahí merecen especial mención sus estancias
carcelarias y su exilio, primero en Burdeos, luego en París –, pero jamás varió
su inquebrantable afán de agitador político, que él pretendía haber adquirido,
por absurdo que parezca – y sea, de hecho –, en la lectura de Los documentos póstumos del Club Pickwick,
de don Carlos Dickens, y de las Aventuras,
inventos y mixtificaciones de Silvestre Padarox, de don Pío Baroja.
Burdeos,
París, Barcelona, Madrid, Bilbao, Aigües, Santander... Recorrió incontables
sitios y holló innúmeros parajes sin parar de escribir, erre que erre. Zutik!, Servir al Pueblo, Saida, Liberación
– y Mar, y Mediterranean Magazine – y El
Mundo, y una docena de libros, y varias radios, y algunas televisiones...
Por escribir, incluso escribió para otros y otras, ejerciendo de negro en momentos
de particular penuria. También lo hizo a veces por amistad.
Movido por la
lectura del Selecciones de Reader's
Digest y otras publicaciones estadounidenses tan aficionadas a ese género
de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus
escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísima línea de cuerpo
12. El resultado de la estimación fue concluyente: ocuparían la tira.
En materia de
amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia),
también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más
nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna
otra), le resultaron la primera y la última. Aunque la favorita le apareciera
por medio: su hija Ane.
Y todo para
acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardio-respiratoria, como
queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo.
José Saramago, O CADERNO
[1] Javier
Ortiz, escritor y columnista, nació en Donostia-San Sebastián el 24 de enero de
1948 y murió ayer en Aigües (Alicante), tras dejar escrito el presente obituario.
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